turbio, bia.
(Del lat. turbĭdus).
1. adj. Mezclado o alterado por algo que oscurece o quita la claridad natural o transparencia.
2. adj. Dicho de tiempos o circunstancias: Revueltos, dudosos, azarosos.
3. adj. Dicho de la visión, del lenguaje, de la locución, etc.: Confusos, poco claros.
Quizá lo oscuro, lo dudoso y lo opaco no parezcan términos compatibles con lo expresivo. Aquello que se halla sumergido en la penumbra poco expresa. Expresar, pintar, hablar significan, en más de un sentido, mostrar, decir, evidenciar, dar luz a algo. Lo turbio, tal como se puede entender en cualquier diccionario, resulta un calificativo poco coherente a primera instancia para calificar la pintura: arte hecho de luz que habla.
Se dirá que los colores intensos no ocultan, gritan; que los trazos duros y bien geométricos no confunden, son contundentes y denuncian su forma. Pero la obra de Raúl Zárate es eso: una expresión turbia, una paradoja.
En Francia, Emmanuelle Houlès relacionó el estilo de Zárate con el de la pintura Naïf no sólo por sus circunstancias biográficas (no se inscribe en una formación académica), ni tampoco por su recurrencia a temas populares, al folclor; la relación con el naïf tal vez se halla más en el desenfado con que el trazo y el color construye sus objetos. Y en ello hay un enorme mérito que el pintor cosechó y personalizó a lo largo de su obra.
Sin definición, la pintura de Raúl Zárate embiste conscientemente las tres reglas de la perspectiva académica: la talla proporcionada de los objetos, la atenuación de los colore y la disminución del detalle con relación a la mayor distancia en que son ubicados. Ello tiene por consecuencia una deformación de la perspectiva –fallida de forma deliberada-, la vivacidad de los colores a igualdad en los diferentes planos de composición –sin atenuación en los planos profundos- y un mismo grado de detalle para todos los objetos.
Perspectiva, profundidad e intensidad se construyen de un modo diferente: a través del color y el trazo duro, Zárate obliga al espectador a interactuar con la pintura: los colores, a fuerza de densidad, opacan los detalles; las formas, contundentes y a veces violentas, despersonalizan sus objetos. Y así el cuadro deviene turbio: una pintura grave pero asible, densa pero nítida. No es casual que en gran cantidad de obras la base sea un fondo negro y el azul irrumpa con sugerente frecuencia: el mundo pictórico de Zárate emerge de un entorno sombrío y ahí el color (luz, a fin de cuentas) halla su mayor expresión. El azul es un color que guarda una tristeza honrosa, pero también es un símbolo de aliento, de supervivencia. Es en la sombra que la sensibilidad humana descubre su más profunda potencia, su más clara expresión.
Raúl Zárate es sin duda el gran pintor de esta ciudad: su obra es el mejor argumento de esta afirmación. Dejó su ciudad natal a los dieciséis años con destino la ciudad de México, y luego de un largo periplo regresó para dedicarse a la pintura.
En París, en donde logró exponer en tres diferentes salas en tan solo mes y medio, Zárate fue reconocido por críticos y espectadores. Fue el escritor Fernando del Paso –autor de una inmensa obra y considerado uno de los mejores escritores mexicanos por sus novelas Noticias del Imperio y Palinuro de México-; quien entonces trabajaba como Consejero Cultural de México en Francia y como productor y escritor para Radio France Internationale, quien hizo el honor de cortar el listón para inaugurar la muestra de Raúl Zárate instalada en el Pabellón Mexicano de la Ville Universitaire en la Universidad de la Sorbonne. Las críticas vertidas a su obra en Europa resaltan el modo obsesivo con el que Zárate trabajó la textura de cualquier material donde plasmó su obra con maestría.
Sobre su pintura escribió Emmanuelle Houlès:
Su búsqueda es interior, su inquietud intelectual. Su expresión no tiene compromiso frente a la sociedad y cuando se revela contra las injusticias naturales o sociales es siempre en nombre suyo y en nombre de la libertad.
De esa estancia en Francia regresó a Irapuato con una técnica pictórica enriquecida con la influencia de Chagall. La obra de Raúl Zárate es todo menos “local”: con coleccionistas que han sabido reconocer el valor intrínseco de cada pieza, las obras del pintor han encontrado lugar en ciudades y países varios: en esta Ciudad de Irapuato, en diversas ciudades de México, en Estados Unidos, España, Francia, Cuba, Puerto Rico, Marruecos, Argentina, Alemania, Brasil e Italia. El valor de su obra se acumula y aumenta con esta dispersión.
Las obras de Raúl Zárate hallan su valor en ser expresión de un paseante: el mundo está ahí a la vista de todos, pero sólo el artista es capaz de reconocer la intensidad que la vida oculta; sólo él es capaz de responder con igual fuerza. Acaso será por eso que sus escenas de Irapuato dejan de ser paisajes de una ciudad del Bajío mexicano para convertirse en experiencias de un hombre que es todos los hombres: es decir, experiencia de un tiempo, de un corazón que ahí pintó sus pasiones.
“Uno mismo es Dios y el demonio. Es mi creencia” dice Raúl Zárate.
Alejandro Palizada
Escritor
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